Mariano Rivera Cross (Jerez, 1945), catedrático de Lengua y Literatura españolas, ha publicado hasta la fecha dos libros de poesía: Siluetas verticales (1996) y Dioses y héroes en retirada (2008); los cuatro volúmenes de Offimóvil, Añicosmos y Entremesiglos (2000-2002); y la novela Dulce virus de la transición (2004).
POÉTICA: Hoy es esta mi poética: Tan extensa, como breve si sólo se toma lo subrayado al final de la misma:
En poesía la imaginación no debe separarse de la realidad, como tampoco se han de separar los sentimientos de la razón. Tal como estamos compuestos, así han de ser nuestros poemas y nuestros libros de poesía: un equilibrio, una armonía entre los sentimientos y el pensamiento, en los que ha de prevalecer la imaginación y han de crearse un mundo poético que alcance lo universal.
El poeta, mejor dicho, sus personajes poéticos, se han de debatir entre el humanismo, deseo de racionalizar el mundo, y las intrusiones de una realidad inmanejable, por lo que, aunque con cierta ternura, la poesía debe ridiculizar los esfuerzos del hombre por atrapar sus experiencias o por alcanzar y poseer las verdades últimas y definitivas. Y es que la poesía, tal vez, deba reemplazar a la religión, pues los dogmas tienden a la inmovilidad mientras que la poesía tiende a reflejar y aun celebrar el cambio.
En cuanto a la forma y al lenguaje poético, no existe un material específicamente poético, puesto que el mundo entero es material para la poesía. No obstante, exige el empleo de unas imágenes y un lenguaje acorde con su época. No olvidemos que toda poesía es poesía experimental, puesto que todo poema no deja de ser una lucha con el tiempo en todas sus dimensiones: históricas, vitales, metafísicas y existenciales, aún sabiéndonos perdedores.
.
.
.
.
El grito apache de la soledad
.
.
Nunca sabrás, aunque escuches ruidos
e imagines el color de los ojos
y el color de los labios de la voz femenina,
quienes eran los que hacían el amor
en el apartamento de al lado, o quienes
patinaban en el inmediato superior,
o si le llevaban flores de cumpleaños
a cada uno de los habitantes del bloque,
o si en los ascensores con capacidad
para 4 personas y 320 kilos de peso,
bajabas solo o subías con taciturnos fantasmas.
Pero eso sí, cuando te llegue del asfalto
sonoro el grito apache de la soledad,
podrás hablar con tus vecinos sin que te vean,
sin que te escuchen y sin que posean lenguas.
Por eso te has de sentir seguro rodeado
de presencia ocultas y has votado
a favor de un canal comunitario.
Y cuando de nuevo te llegue la noche,
el calor de los tacones y de las cisternas
le pondrán bufanda de lana al espantamuertes
que guardas, con tanto celo, bajo la cama.
.
.
.
.
.
Un cordero en los ojos
.
.
¿Alguien me puede explicar,
qué hacemos tantos millones de conductores
en autopistas de 4, 6, 8 calles,
sin tiempo para mirar atrás,
cuando la historias de las ciudades,
de las metrópolis, son tan recientes
y aún conservamos un cordero en los ojos?
.
.
.
.
.
Ketchup
.
.
Te vi. reflejada en los espejos
de un McDonalds decorado en rojo.
Todo era frívolo y excitante.
El color del ambiente, el cereza
de tus labios, y el ketchup
resbalando por tu sonrisa.
.
.
.
.
.
Resucita Bob Dylan
.
.
Escucha, chico.
Dime si existe una vida mejor
que ésta que te ofrezco.
Instala tu tienda más amplia
en un vasto prado de horizontes,
tiéndete en el suelo,
escucha los latidos de la tierra
y bebe cuantas estrellas quepan en tu copa.
Corre entre la hierba
las mañanas de aire frío,
pertréchate de armónica y guitarra
y deja soltar las dulces melodías de tu alma.
Y ama, ama a la chica de la melena al viento,
la de la hebilla de cuero,
la de los ojos tristes y seductores.
Ámala y cámbiale de piel en cada amor.
Escucha, chico.
Dime si existe una vida mejor
que ésta que te ofrezco.
Si es mejor la tuya
de la canasta y la cocaína,
la de los besos de chicles de humo
y los tragaperras hundidos en coca-colas.
Escucha, chico.
Dime si existe una vida mejor
que ésta que te ofrezco.
La de las margaritas en el pelo
y una canción en los labios para ti.
.
.
.
.
.
Taquicardias
.
.
Está de móda paseár en glóbo.
Subír una véz por semána las escaléras.
Habér vivído, en pléna soledád,
en un estúdio de la Quínta Avenída.
Peinárse a lo Pére Gínferrér.
Tirárse del puénte de Lóndres
sin herír a las ancíanas. Y sobre tódo,
tenér taquicárdias psicosomáticas
cuando se hábla sólo por las cálles.
.
.
.
.
.
Por las colinas verdes de Sarajevo
.
.
Si yo viviera al este,
por las colinas verdes de Sarajevo,
lloraría de rabia versos de sal,
me introduciría cada obús en el alma
y los lanzaría en cólera de amor
a los cuatro puntos cardinales de las indiferencias.
Eso digo ahora, pero no me lo creo del todo.
Ayer vi en TV2 un reportaje titulado
“La guerra en la antigua Yugoslavia”,
con autobuses volcados, miradas vacías
de sueño en las ancianas con luto
y niños solitarios con cabezas vendadas,
y me impresionaron más los primeros planos
de las fotos en blanco y negro
que la miseria y crueldad del documento.
Además, si cambiaba de canal,
era la guerra civil en el Zaire,
o los atentados del Ira o de la Eta
o la madre que los parió a todos
lo que me hizo acudir de rabia al zapping
nervioso de flashes acelerados de colores,
desconectar la televisión, salir a la terraza,
dar un gran suspiro -aprendido con fuerte
realismo en las Universidades de Occidente-
y mirar fijo un punto azul del horizonte
para dar solución a las heridas abiertas que me llegaban.
Y mientras me preparaba en la cocina
un nutritivo sándwich me iba diciendo:
Es el pago del hombre a su naturaleza pensante.
Es la eterna lucha de las ideas más allá de las palabras.
Es la inexorable fuerza del destino.
Pero si os digo mi verdad,
tampoco me lo llegué a creer del todo.
.
.
.
.
.
Hoy cumple siglo la soledad
.
.
Encontrar un amante tan semejante
que no ocupe plaza en tu alcoba
aunque refleje su imagen
en el espejo del cuarto de baño.
.
.
.
.
.
La bella conquista de la mujer
.
.
Hace tiempo que llegaste a la ciudad
y aún te sigue golpeando
en el corazón su libertad desbocada.
Te levantabas apenas amanecía
y te dirigías a la Ciudad Universitaria
entre arriates de rosas
y hojas pardas por el suelo.
Siempre te gustó caminar sola.
Te entusiasmaba saborear la compañía del silencio.
Incluso escuchabas extasiada aquella música
que de niña nunca llegaste a comprender,
y que, entonces, te llegó enmarcada en la figura de tu padre
apretando los labios con las cadencias de Bach.
Y como los pechos te crecían y te crecían de respirar
todos los aires libres que llegaban a tu buhardilla,
salías a pasear, despreocupada, por las largas avenidas
con amplios y esbeltos pasos de modelo,
mirando en las lunas de los escaparates tu sonrisa burlona,
aquella que te proporcionaba lo que quedó difuso tras de ti.
Y te venían a la memoria aquellos versos rimados en aguda
que a tus quince años habías dedicado a tus profesores
y a tus sueños lejanos, e intentaste, dado que tu cuerpo
iba acumulando más noches de insomnios y abrazos,
escribir versos blancos con sabor a praderas de Arizona.
Y a diario, cuando los gorriones saltaban
y picoteaban en tu alféizar, hacías yoga
para conservar la elasticidad de tus muslos
y poder respirar por entre la densa niebla de la ciudad.
Y acariciabas la tersura de tu vientre y de tus senos
sin pensar en la muerte, sintiéndote eterna
por haber dejado atrás todos los edipos de la infancia,
convencida de poder iluminar tu auténtico espejo interior,
aquel que por vergüenza o miedo
nunca llegaste a sacar del bolso pero que ya había fijado
la verdadera imagen de ti, la que siempre quisiste tener.
El olor al tinte de tu madre, el pueblo y los amigos,
fuiste poco a poco divisándolos con los prismáticos
al revés, y esa perspectiva, te fue proporcionando el suficiente
coraje para romper con todas las lianas de papillas.
Y cuando ibas al cine, al teatro o a un concierto,
cruzabas la mirada con chicos silenciosos como tú,
pero al llegar la noche, de nuevo te convertías
en esa diosa solitaria que sólo sabe amar
más allá de las estrellas y del espacio de la luna.
No cabe duda, aquel otoño, con su aroma de sierra
por los metros y bocacalles, fue tu época dorada.
Y quisiste retenerla en el preciso instante
que la órbita de los años caminaba cuesta
arriba por las avenidas de tonos grises, cuesta
abajo trayendo las tormentas y el frío
de las azules montañas que divisabas en la lejanía.
Esa grata soledad de escribir cascadas de versos
cuando la ciudad cierra los ojos y duerme,
ahora te hiela el lecho con truenos y relámpagos,
y cuando despiertas notas que te vas pareciendo
cada día, cada mes, cada impulso, cada latido
-como un hecho inexorable-, a tus padres.
Pasado el tiempo, con la nitidez de la conciencia.
Y lloras, lloras como nunca lo habías hecho
por las paredes con graffitis de los suburbanos
hasta vaciar las heridas del color de la sangre.
Incluso, has llegado a creer que saldrías derrotada
por las inclemencias que la edad coloca
en cada uno de los áticos donde acariciaste el cielo.
Y, sin embargo, hoy cumples tantas metas
como años anidaste por las terrazas de los bulevares,
y, se diría, que ya posees el gesto propio de caminar
con las puntas rectas de tus zapatos,
y que, como tú habías soñado, ese gesto ya es tuyo
para siempre, hasta el fin de la película de tu vida.
.
.
.
.
.
LA NADA no es un hombre
con cara de payaso.
Os lo aseguro.
Habita en un cuenco de arena,
y aunque, a intervalos, se marche
por un larguísimo paseo
de abetos jamás pisado,
siempre retorna silenciosa,
con el arrullo de su fondo vacío,
a mecer los pensamientos
de los hombres, entre sus senos.
.
.
.
.
.
Y EL VERSO SE HIZO carne
en el dulce sueño del poeta.
Después de todo, filosofar es
aprender a morir en estos versos.
.
.
.
.
.
Bagdad huele a petróleo (Marzo de 2003)
.
.
Sin licencia de las flores, se dio la orden de bombardear las mil y una noches
justo cuando irrumpía en medio planeta el aroma tímido de la primavera.
Cuando en Texas las margaritas comenzaban sin prisas a colorear los prados.
Cuando en Irak, por sus fronteras, picos de nieve se precipitaban a los arroyos.
Como si el deseo que late por las venas de los hombres no fuera gas venenoso
que se filtrara por los tanques, por los misiles, por los radares y los búnqueres.
Y es que el color de una rosa no necesita de otra energía para ser misteriosamente bella.
Unamos nuestras voces para que todas las Casas Blancas se tinten de colores,
para que los uniformes de los militares no manchen el azul de los horizontes.
Acerquémonos con dulzura al enemigo acariciándoles sus pechos, amándoles
sin tregua hasta que el grito de guerra suene como el abrir de los claveles.
La piel cobriza del indio, la rosada del irlandés como la azabache del africano,
enredándose en los brillantes ojos de almendra y en los largos falos del Islam.
Que el perfume de Bagdad siga siendo el de los sueños, los dátiles y la miel.
La auténtica y legítima madre de las batallas para conquistar la
libertad.
.
.
Estos poemas pertenecen al libro Occidente cumple años (1992-2003)
(Volver a SUMARIO)